El temor a la pérdida obsesionó a las sociedades europeas de la primera modernidad. Para dominar su inquietud, fijaron mediante la escritura las huellas del pasado, el recuerdo de los muertos o la gloria de los vivos, y todos los textos que no debían desaparecer: el escrito tuvo entonces la misión de conjurar la obsesión de la pérdida. En un mundo donde las escrituras podían ser borradas, los manuscritos extraviados, los libros siempre amenazados por la destrucción, la tarea no era fácil. Paradójicamente, su éxito pleno tal vez no dejaba de crear otro peligro, el de una proliferación textual incontrolable, el de un discurso sin orden ni límites.
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