Aun cuando se trata de uno de sus libros más decididamente personales —y con eso quiero decir: más arriesgados con respecto a qué contar— es evidente que esta no quiso ser nunca una celebración ególatra. Tampoco es ese tipo de ejercicio autoexploratorio tan común en los ensayistas que buscan sombra bajo el árbol de Montaigne. No hay aquí una tierna rememoración de cómo alguien ya pintaba desde niño para ser una gloria de las letras, ni tampoco encontramos una puesta en escena para que celebridades cercanas al autor entren y salgan a decir un parlamento sin importancia. En este libro la primera persona cumple otras funciones. Villarreal ha sabido combinar la narración personal con los recursos propios del periodismo, y ha sabido aprovechar los alcances y los límites de ambos: está convencido de que la memoria no es suficiente y que la simple relatoría de hechos tampoco lo es. Conoce de sobra el poder y las insuficiencias de la prosa periodística. Cree en la anécdota, la coyuntura, la polémica. Desconfía del incienso que rodea a ciertas figuras intelectuales, del reporteo «alternativo», de la superioridad moral como argumento. A ese periodismo activista, demasiado esperanzado en estar del lado correcto de la historia, Villarreal ha opuesto otro que busca antes que nada la congruencia con el oficio.
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