Pocas veces se dio la ocasión de un acercamiento tan directo a las tinieblas como durante el juicio al teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, uno de los «ingenieros» de la Solución Final. Ríos de tinta se vertieron aquellos meses. Cientos de periodistas de todo el mundo siguieron el juicio en directo; entre ellos, la filósofa Hannah Arendt.
Junto a la pensadora alemana, se sentó entre la prensa un prometedor escritor holandés, Harry Mulisch. Todavía joven, encarnaba la desgarradora complejidad de la época: hijo de austriaco y de judía holandesa –«medio judío» por tanto, para los nazis– se libró de la deportación porque su padre colaboró con los ocupantes alemanes. En sus reportajes sobre el juicio, Mulisch complementa a Arendt. Lo que le interesa no es tanto lo que hizo Eichmann –que también– sino quién era ese hombre de apariencia anodina, qué nos decía a nosotros, sus contemporáneos y qué anunciaba de la deriva moral de nuestro propio tiempo.
Mulisch no hace historia ni política, escarba en una realidad psicológica y social que nos resulta inquietante, por no decir pavorosa: traza una crónica apasionante y detallada del juicio y describe un retrato-robot del mal, o, mejor, el retrato de un robot, del «hombre-máquina» que se engarza con la limpieza de las ruedas dentadas de la obediencia ciega en la maquinaria del horror.
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